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Tailandia: detrás del éxito económico, un fracaso político

Uno suele pensar en Tailandia como en un país lleno de islas paradisiacas y playas suntuosas. Un país de elefantes, de vegetación salvaje y tesoros escondidos tras las montañas. Si, Tailandia es todo eso, pero últimamente el país de la sonrisa se está yendo al lado oscuro. La Junta militar que gobierna el país con mano férrea ha prohibido las manifestaciones, arresta a opositores de manera arbitraria y aplica una censura que sitúa al país en cuanto a libertad de prensa en el puesto 136 (sobre 180) según Reporteros sin Fronteras en 2015.


¿Qué está pasando en Tailandia para que turistas disfruten de vacaciones paradisiacas mientras los militares mantienen a raya un país al borde del enfrentamiento?


Una economía abierta con éxito.


Con una población de 68 millones de habitantes y una superficie de 513 000 km², el país está situado en una región dinámica y en expansión. El comercio regional facilita la tarea de la apertura con la ASEAN y China en el tablero. Al estar el país entre el Océano Indico y el Mar de China, en principio, su situación también le es favorable para recoger los frutos de la globalización.


El turismo es una de las mayores fuentes de ingresos y ronda el 20% del PIB. En 2015, el país acogió a 30 millones de turistas, cifra record. Tailandia exporta principalmente material electrónico, maquinas, vehículos y productos agrícolas como el arroz o el caucho. Entre 2012 y 2014 sus exportaciones e importaciones tenían un valor del 150% del PIB tailandés. El FMI ya le da el estatus de país emergente, y no es para menos sabiendo que en 2014 ocupaba el puesto 19 en la clasificación del PIB por paridad de poder adquisitivo. En la región, Tailandia es la segunda fuerza económica, detrás de Indonesia.


A pesar de haberse beneficiado considerablemente de la globalización, las zonas rurales se han quedado marginadas, cosa que ha agravado las tensiones abriendo la brecha de la desigualdad.


Crisis política: tensión en el aire.


En Tailandia se respira un aire cargado de tensión. Desde 2006, el país parece estar estancado en una crisis sin fin. Sin ser uno de los países más desiguales de la región, la globalización ha acarreado el enriquecimiento de la capital y la marginalización de las provincias norteñas. Al cavarse la brecha de la desigualdad, se ha instalado un clima de pre-guerra civil que amenaza la cohesión del Estado.


Retrocedamos un poco para entender el origen de la situación actual.


En 2001 es elegido primer ministro Thaksin Shinawatra, un empresario multimillonario que pasó de las telecomunicaciones a la política con éxito. Gobierna el país como si fuera una empresa. Enseguida se deshace de la deuda contractada con el FMI durante la crisis asiática de 1997. En 2002, Shinawatra facilita el acceso a la sanidad para los más desfavorecidos dejando la consulta a 30 bahts. También pone en marcha un programa de microcrédito con el que abre las puertas del consumo a las poblaciones rurales. Estas medidas no se deben a ninguna inclinación política o ética, es populismo calculado para captar los votos de la “mayoría silenciosa”. Otro programa para favorecer el desarrollo rural “un tambun*, un producto” permite a algunos acceder al camino de la prosperidad. Así, el fervor hacia el primer ministro se hace tan patente que pronto iguala en popularidad a Su Majestad el rey Bhumibol Adulayadej.


Al “descubrir” la alta sociedad conservadora que Thaksin Shinawatra es un corrupto con inclinaciones republicanas y que su populismo está llevando al país a la ruina, el Primer Ministro se convierte en el hombre vetado. En 2005 se forman las camisas amarillas (por el color del rey), ultra-monárquicas y anti-Shinawatra. La mayoría de sus adeptos son comerciantes de clase media que han beneficiado como las que más de la globalización, además de los sureños por tradición pro-monarquía. El 19 de septiembre de 2006, tras los disturbios que causan las camisas amarillas, el ejército se hace con el poder para “restablecer la democracia pervertida por la corrupción del Primer Ministro”. Un golpe de Estado más, el 18° tras la abolición de la monarquía absoluta. Al ser algo común en Tailandia, la comunidad internacional no le da la importancia que merece tal evento y no se imponen sanciones reales al país.


En 2007, las “camisas rojas” pro-Shinawatra votan masivamente por su mentor. El pueblo, sin dejar de idolatrar a Su Majestad, ya no vota por sus representantes. Con el despertar de las clases más populares se instala la distinción entre un Norte empobrecido y un Sur más acomodado, entre el mundo rural y el urbano.

En 2008 el gobierno pro-Shinawatra se disuelve por lo que las camisas rojas consideran un golpe de Estado judicial. Indignados por el suceso, el pueblo se moviliza y en marzo de 2010 el centro de Bangkok es ocupado. Dos meses más tarde el desmantelamiento de las barricadas por el Ejército acaba con un balance de 92 muertos y 1800 heridos. Las siguientes elecciones de 2011 traen al poder a la hermana de Thaksin: Yingluck Shinawatra. Esta logra calmar el ambiente hasta la maltrecha intentona de rehabilitar a su hermano mediante una amnistía general en 2013. Seis meses de agitación y disturbios orquestados por las camisas amarillas serán motivo suficiente para que el Ejército retome el mando y para destituir a Yingluck por abuso de poder en mayo de 2014; el general Prayuth Chan-ocha se autoproclama Primer Ministro.


Con el 19° golpe de Estado, la comunidad internacional reacciona así como la prensa. Se prohíben las manifestaciones de más de cinco personas, cosa que condena Occidente el general. Estados Unidos se distancia de su aliado tailandés. El vacío dejado por Estados Unidos es rápidamente aprovechado por China, que intensifica los intercambios militares y económicos con Bangkok sin criticar la dictadura militar. Mientras China busca avanzar en su proyecto regional de la nueva ruta de la seda, sus inversiones en proyectos ferroviarios son alegremente recibidas por Tailandia. Por eso Washington mantiene una cierta ambigüedad y busca no alejarse demasiado de los generales en el poder mientras se mantiene la incertidumbre.


Otra cuestión importante podría sumarse a la inestabilidad política en un futuro cercano. Se trata de la sucesión de Su Majestad, cada vez más débil y cerca de apagarse. Sin embargo, el príncipe Vajiralongkorn, supuesto heredero, no cuenta con la aprobación ni el apoyo del conjunto de la población.


A todos estos desafíos se le suma una rebelión en las tres provincias del Sur: Pattani, Yala y Narathiwat. Allí, la mayoría de la población es de etnia malaya y de confesión musulmana, contrastando con el 90% de la población en el país de etnia thai y de confesión budista. En los años 1960 se formó un corriente separatista que lucha mediante atentados contra instituciones políticas, contra la policía o incluso contra civiles. Las tres provincias han sido tierras de violentas represiones y arrestos arbitrarios. El conflicto ha hecho entre 2004 y 2014 alrededor de 6000 muertos.



Tailandia tiene que afrontar unos desafíos considerables tanto internos como externos. Con un clima de pre-guerra civil instalado en el país, reprimiendo a minorías étnicas, recortando derechos a las camisas rojas y con un rey idolatrado por el pueblo en un estado tan débil… la situación no puede aguantar mucho más. A esto se le suma el hecho de que tras el golpe de Estado de 2014, el crecimiento ha frenado, el baht se ha depreciado y las inversiones extranjeras han bajado. Por si fuera poco todo lo anterior, el país sufre una crisis migratoria parecida a la del Mediterráneo: migrantes de Bangladesh y Birmania huyen hacia el Sur de Tailandia, Malasia o Indonesia. Estando las cosas como están, los meses venideros se anuncian tensos e inestables.

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