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Unión Europea: en la encrucijada

El pasado domingo, la elección de un nuevo presidente en Austria y el referéndum sobre la reforma constitucional de Renzi en Italia estaban bajo los focos de una prensa europea que anunciaba el terremoto. Al final, no ha temblado ni la bolsa. La cuestión es la de saber si ese terremoto puede llegar en algún momento y si será capaz de resquebrajar el gigante que representa la Unión Europea.




Los austriacos han elegido en segunda ronda (bis) al candidato ecologista, Van der Bellen, con el 53,3% de los votos según las estimaciones. Se puede entender esto como una victoria del sistema ante el populismo de derechas, o bien como una señal de alarma. Si nos fijamos en la primera ronda de las elecciones, donde había más candidatos, El FPÖ llegaba primero con el 35% mientras que Los Verdes contaban con el 21%. Podemos afirmar que el partido con más peso en Austria es el FPÖ con un 35% de fieles, mientras que la victoria de Los Verdes representa la unión del pueblo austriaco ante el escenario de ver a un populista de un partido nazi hacerse presidente.


Un poco más al Sur, en Italia, el rechazo por referéndum a la reforma del Senado que proponía Matteo Renzi constituye otro varapalo para la Unión Europea después del Brexit. La reforma, que al reducir el poder del Senado pretendía dar estabilidad a la caótica democracia italiana, era uno de los pilares del programa de Renzi. Por eso decidió darle un carácter personal al escrutinio que se ha traducido por su dimisión dos días después de la victoria del “no”. Al ligar el referéndum a su persona, se formó una coalición muy heterogénea de partidos llamando a votar en contra (Lega Nord, Movimento 5 Stelle, Forza Italia de Berlusconi, Fratelli d’Italia, algunos centristas como Monti, la extrema izquierda e incluso algunos miembros del PD, su partido), con el fin de deshacerse de él. Paradójicamente, aunque no cuente con la popularidad de sus inicios, Renzi sigue siendo el más popular de entre los dirigentes políticos italianos.


Después de todo, el resultado del referéndum pone de manifiesto una vez más las dificultades que hay en Europa para hacer reformas. La lógica que promueven los grupos populistas en casi todos los países miembros es de ruptura. El hecho es que toda reforma, aunque vaya en el buen sentido, echa por un dirigente “tradicional” tiende a ser mal recibida porque se inscribe en el continuismo de una Europa maltrecha que no ha logrado proteger al pueblo de las crisis que la azotan desde 2008. Cabe pensar que la construcción europea está atascada: por un lado no puede avanzar porque cada vez más europeos están en contra y, por otro lado, no puede deshacerse porque la integración ya está muy avanzada.


Brexit: ¿la mecha de la desintegración?


El 23 de junio de 2016 el Leave salió vencedor en el referéndum sobre la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea. Desde entonces se ha especulado mucho. George Soros declaró incluso que el Brexit iniciaba irreversiblemente la desintegración de Europa. En realidad, hay muchas más razones para creer lo contrario.


En realidad, el Brexit no ha revelado nada nuevo. Si echáramos la mirada atrás entenderíamos que Reino Unido nunca ha sido un gran fan de la integración europea. El chollo del gran mercado único se daba de bruces con las regulaciones y contribuciones que pagaban a regañadientes, incluso después de que Thatcher lograra recuperar algo de su “money back” en 1979. Pero incluso antes de que la unión viera la luz, Churchill ya le dijo a De Gaulle en 1944 lo siguiente: “If Britain must choose between Europe and the open sea, she must always choose the open sea.” También le dijo que entre De Gaulle y Roosevelt, siempre elegiría a Roosevelt. ¿Pero acaso las cosas no han cambiado? ¿Sigue siendo la declaración de Churchill valida en 2016?


En primer lugar, Gran Bretaña se unió a la Unión Europea para integrar el mercado interior, sin gana alguna de avanzar hacia una unión “cada vez más estrecha” tal y como dicen los tratados. Por eso tienen múltiples cláusulas de Opt-out y no quisieron estar en la Eurozona. La Unión Europea que quería Gran Bretaña era una unión a la carta. De ahí la expresión de una Unión Europea a varias velocidades, con unos miembros que avanzan en la integración y otros que se quedan al margen.


Tras el referéndum han quedado claras varias cosas. Si la libra se ha tambaleado, el escenario catastrófico no ha ocurrido. Es normal: el Brexit no ha ocurrido tampoco y, si se hace realidad, será un proceso largo que culminará en 2019 si Theresa May activa el artículo 50 del Tratado de Lisboa en marzo de 2017 tal y como ha declarado.


Poco a poco van surgiendo reticencias en la gran isla. Un documento filtrado por The Times afirma que las negociaciones del Brexit podrían requerir la contratación de hasta 30 000 funcionarios extra para deshacer la maraña de reglas y dependencia. La posición de los europeos ha sido bastante clara y unánime por una vez: las cuatro libertades no son negociables una a una. Lo que quiere decir que si Reino Unido quiere restringir la libre circulación de personas, perderá las libertades de circulación de mercancías, servicios y capitales. Esto es lo que dicen, lo que hagan puede ser otra cosa.


Es muy difícil saber qué tipo de acuerdo lograría Reino Unido con Europa. Por un lado, Reino Unido es un peso pesado, su PIB es equivalente al de Francia. Por lo tanto el poder de negociación de los británicos es mayor que el de Liechtenstein, Suiza o Noruega. Por otro lado, la lógica de la negociación de países como Suiza o Noruega es de integración o de cooperación. Estos países contribuyen al presupuesto europeo para poder acceder al mercado interior y no tienen (o apenas) voto en las decisiones que se toman. Al contrario, Reino Unido está en una lógica de ruptura, por lo que los líderes europeos le harán pagar un precio más caro (en sentido figurado y literal). Ya admitió Nigel Farage la falacia de los £350 millones semanales que se dedicarían al sistema de salud. Aunque la verdadera contribución de los británicos es de £163 millones, tendrán que seguir pagando si se quieren conservar ciertos privilegios. La novedad es que si salen, lo más seguro es que no tendrán derecho a voto. Para colmo, los dirigentes europeos temen un efecto de contagio a otros países con tendencias euroescépticas importantes. Por ello parece que nos dirigimos hacia un Hard Brexit, para desanimar a otros candidatos de la salida.


Así las cosas, parece que la ola de realismo está llegando a Reino Unido. Aunque es pequeña, existe la posibilidad de que el Brexit no tenga lugar. En los sondeos ya es visible el sentimiento de “Bregret” y dan un 56% al “Remain”. ¿Y si se van? Por un lado, la UE perdería unos 60 millones de europeos, quedándose en unos 450 millones y una economía que representa el 15% de la Unión. Por el otro, la bicicleta europea se quedaría sin un freno para seguir avanzando. He ahí la incertidumbre: ¿desintegración o más integración?


Ampliación al Este: ¿error o acierto?

Hoy en día, algunos tachan de error la decisión que consistió en integrar en 2004 a los países del Este a la Unión Europea. El debate, que nació tras la caída de la URSS, trataba de saber si había que ampliar o profundizar en la unión. Aunque el debate nunca se cerró, se tomó la decisión de ampliar y, en 2004 entraron diez países, la mayoría del Este.


Las dos razones principales fueron la ambición de acabar con el comunismo y sacar provecho de las potenciales economías de escala. La primera preocupación era la de alejar el fantasma del comunismo de Europa, y que mejor manera de hacerlo que integrando a los vecinos en la economía de mercado. La segunda razón era puramente económica: ¡cuántos más mejor! El mercado único crecería: más empresas, más competencia, más consumidores, más oportunidades…


Al integrar a esos nuevos países, la Unión se volvió mucho más heterogénea en el ámbito económico. Pero para que una moneda única común funcione, las economías de la zona monetaria tienen que converger (por eso se establecieron unos criterios mínimos para poder entrar). La crisis ha demostrado la flaqueza de las regiones periféricas y que las políticas de cohesión son insuficientes para contrarrestar las fuerzas de aglomeración del mercado interior. A pesar de esto, el fracaso no está solo en lo económico. Los países bálticos, por ejemplo, se las han apañado muy bien.


El fracaso está en los valores que no se han adoptado. El Grupo Visegrád (V4), formado desde 1991 por Polonia, Hungría, Eslovaquia y Republica Checa es la consecuencia directa de este fracaso. Estos cuatro países forman un bloque que paraliza toda propuesta de avance hacia más unión política. La adhesión de estos países se hizo de una manera hipócrita ya que se les vendió el proyecto como algo casi exclusivamente económico. Estos países entraron por tanto con una visión anglosajona de la UE, sin compartir los valores de apertura, diversidad o democracia.


El V4 se opone sistemáticamente a toda iniciativa que busque aceptar inmigrantes en los países miembros, hasta tal punto que el primer ministro húngaro celebró en octubre un referéndum sobre la cuestión. En Hungría, los gitanos que componen el 8% de la población total, son víctimas de una violencia infundada, sobre todo en las zonas rurales. La película “Csak a szel” (que significa “tan solo el viento”) lo muestra: discriminación, casas quemadas, persecuciones, palizas… Y las milicias paramilitares asimiladas al JOBBIK no dudan en usar las armas para matarlos. Si la situación de los gitanos es gravísima, también es preocupante el control que adquiere Viktor Orban sobre las instituciones. Un mes después de la entrada en vigor de la ley de medios de comunicación en julio de 2011 se dieron despidos masivos de periodistas. Los cambios en la Constitución que entraron en vigor en 2013 incluyen la criminalización de los sintecho, una definición estricta de la familia o del matrimonio (excluyendo a parejas homosexuales) o la protección del feto desde su concepción. Orban también quiso abrir el debate sobre la pena de muerte, pero finalmente reculó por las presiones exteriores.


Y es que una parte importante de la sociedad húngara no adhiere a los valores que promueve la UE, porque estos valores no han tenido tiempo de madurar. La democracia es demasiado nueva, y a muchos no les llegan sus frutos. Polonia nunca ha tenido una cultura de inmigración, por lo que es difícil para su sociedad abrirse hacia un modelo multicultural. Estando las cosas como están, ¿es responsable pensar en más integración? Lo más lógico sería decir que no, pero si miramos en otros rincones de Europa, nos damos cuenta que quedan otros problemas que resolver, problemas que se resuelven con mas integración. Y con éste fin nos vamos a Atenas.


Grecia y la crisis del Euro

El último paso de gigante en el proyecto europeo fue la creación del Euro en 1999. Tras la crisis financiera de 2008 y de deuda en 2010, también se ha avanzado hacia la unión bancaria que se está poniendo en marcha. Pero los economistas ya advertían de que la unión económica y monetaria entre países tan heterogéneos no podía funcionar sin algunos aspectos propios de la unión política. Lo que ha pasado en Grecia es revelador de los problemas estructurales de la Eurozona.


Grecia entró en el Euro en 2001, o sea dos años después de su creación, y eso que no respetaba los criterios para entrar. ¿Pero qué peligro iba a representar Grecia con un PIB inferior al 2% de la zona? La entrada de Grecia fue una decisión exclusivamente política que se hizo a pesar de la oposición de Alemania. ¿Coincidencia?


El caso es que la pertenencia a la zona euro provocó la convergencia de los tipos de interés hacia los de Alemania. Como consecuencia del abaratamiento de la financiación, Grecia, entre otros, recurrió al endeudamiento. En octubre de 2009 Papandreu revela las verdaderas cifras (que el gobierno había estado ocultando con la ayuda de Goldman Sachs): el déficit se elevaba a 12,7% del PIB y no a 6%. En diciembre, las agencias de rating degradan la nota de la deuda griega haciendo que se esfume el hada confianza de los inversores. Y pasan seis meses hasta el primer plan de rescate. Seis meses de incertidumbre durante los cuales los spreads (la diferencia entre el tipo de interés del bono x con el bono de referencia, aquí el alemán) se disparan. El FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo prestan dinero (mucho dinero) a Grecia de forma condicional. Se transfiere el dinero por bloques, según van avanzando las reformas “recomendadas”.


Básicamente, la austeridad trataba de devolver la confianza a los inversores saneando las finanzas públicas griegas y recuperando la capacidad de pagar. Lo que ha ocurrido es que el FMI había subestimado el efecto negativo que tendrían los recortes en el crecimiento y, como consecuencia, la deuda ha crecido como una bola de nieve. Y bueno, en resumidas cuentas y tras seis años de austeridad y planes estructurales Grecia ha perdido un cuarto de su PIB. Dicho así no parece tan grave, así que conviene decorar: más del 50% de los jóvenes no tienen trabajo, el 45% de los jubilados y el 40% de los niños viven bajo el umbral de la pobreza. Por si fuera poco, Grecia está vendiendo 71000 bienes públicos, entre los cuales playas, islas o propiedades históricas, al mejor postor.

¿Cómo podemos sorprendernos de que se vote a quien promete cambiar las cosas? ¡Es totalmente normal! El problema, como ya sabe el pueblo griego, es que la magia no existe, y que desgraciadamente ni con todas las ganas y voluntad del mundo se cambian las cosas fácilmente.


Pero no se trata solo de Grecia: otros países hicieron lo mismo. Esa convergencia de los tipos de interés hacia abajo hizo que se disparara el endeudamiento privado en otros países, favoreciendo la emergencia de burbujas. Las burbujas explotaron tras la crisis de las subprimes. Los bancos dejaron de prestarse entre sí porque no confiaban los unos en los otros. No se sabía si tal o tal banco tenía muchos activos basura, que no valían nada. Los bancos cayeron en cadena, hasta que llegó el Estado para salvar a los más importantes. ¿Cómo? Endeudándose: la deuda pública explotó. Y así estamos hoy, desendeudándonos poco a poco, en algunos lugares con crecimiento por fin. Crecimiento que ha costado lo suyo: una regresión sin precedentes en los derechos sociales y en el Estado del bienestar del que ya no se puede jactar tan orgullosa Europa.


Uno de los problemas, pues, es la heterogeneidad. Esa heterogeneidad que ignoraron los mercados financieros al facturar el riesgo de impago de Alemania y de Grecia al mismo precio. A título de ilustración, la región de Londres es alrededor de 100 veces más rica que Vidin, la región más pobre de Bulgaria. Para solucionar este problema la Unión se dotó de la política de cohesión, que trata de compensar estas diferencias financiando a las regiones más atrasadas para contrarrestar las fuerzas de aglomeración. En el programa presupuestario para 2014-2020, este fondo representa 34% del presupuesto de la Unión Europea. Claramente, aunque esta política ayuda, es insuficiente. Lo cual nos lleva a otros dos problemas.


El presupuesto representa aproximadamente el 1% del producto interior bruto de la Unión. Cada país contribuye con el 1% de su PIB y puede beneficiar de los fondos y ayudas europeas. Además, este presupuesto, irrisorio de por sí, ha de estar siempre equilibrado, por lo que no es posible implementar políticas contra cíclicas que se adapten a la coyuntura. Más de uno diría que para cuando esas políticas se implementaran, la economía ya se habría reajustado y por tanto serian un obstáculo más. En realidad no hace falta diseñar políticas cuando venga un choque, sino diseñar estabilizadores automáticas que amortiguarían dicho choque.


La política monetaria que implementa el BCE resulta a veces inútil ya que las políticas presupuestarias no la acompañan. Recientemente el FMI ha instado a los países que tienen margen de maniobra presupuestaria, o sea, que tienen excedentes, a que los reduzcan o incluso se endeuden y refuercen la demanda interna. A algunos les resulta obvio que se pidan ajustes a los países con mayor déficit, pero, por alguna extraña razón, no les resulta obvio que se pidan ajustes a los países con mayores excedentes. En este aspecto, la lógica alemana es más que cuestionable. Cuando una tijera se abre, se separan las dos cuchillas, y cuando se cierra, se unen las dos, no solo una.

Populismo y nacionalismo

Hemos hablado de Grecia, Hungría, Polonia, Reino Unido, Italia, Austria… Ninguno de esos se libra del populismo. Y muchos otros tampoco. El euroescepticismo latente en el Viejo Continente es natural y lógico por todas las cosas ya descritas en este largo artículo. La crisis ha hecho que los valores que fundaron la Unión Europea hayan perdido su encanto, también en los países fundadores. Pero hay una razón mucho más sencilla a todo este fenómeno: Europa no tiene quien la defienda.


Hay que darse cuenta de que los medios de comunicación son nacionales. De que los gobiernos con sus intereses partidistas siempre echaran la culpa a Bruselas de las consecuencias de tal o tal política. E inversamente se atribuirán los logros de la integración europea a sí mismos. Si fuera posible, seria interesantísimo de ver lo que ocurre si se decretara por un día el cese de todos los tratados europeos. La vuelta a las barreras. ¿Encontraríamos los mismos productos en el supermercado o al mismo precio? ¿Estaríamos protegidos de los abusos de las empresas más grandes? ¿Miraríamos de igual manera al país vecino? ¿Y los agricultores, donde estarían sin Europa? ¿Y las autopistas españolas? ¿Y cómo se protegerían nuestros datos en Internet? ¿Cómo lucharíamos contra el cambio climático? ¿Y contra la evasión fiscal? ¿No sería feroz la competencia entre países de nuevo? ¿Y la seguridad alimentaria? ¿Acaso no se han acortado las distancias y se ha mejorado la red de transporte? ¿No juega Europa un papel primordial en favorecer la igualdad de género? ¿Cómo responder ante el terrorismo global? ¿Aprenderíamos otras lenguas tan fácilmente? ¿Las lenguas vecinas?


El sueño europeo, es decir, los valores en los que se inspiraron los fundadores del proyecto supranacional en Europa, están en decadencia. Valores de inclusión, de diversidad, de calidad de vida, de solidaridad, de desarrollo sostenible, de derechos humanos universales, de derechos de la naturaleza y de paz en la Tierra. La crisis de los refugiados ha revelado que no todos los europeos comparten los valores de inclusión y de diversidad. La Unión Europea está negando el derecho al asilo (Art. 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos) de los que son perseguidos en sus países. La crisis de la deuda ha acabado por reducir la calidad de vida de muchos ciudadanos al recortárseles el salario y los derechos sociales mediante políticas de austeridad. La solidaridad europea ha sido y sigue siendo prácticamente inexistente. Los Estados no se acuerdan entre ellos y se hace imposible hablar de una sola voz. Cada dirigente busca satisfacer la opinión pública de su país y los intereses electorales nacionales prevalecen. La manera en que se toman algunas decisiones en la Unión Europea espanta hasta a los eurofilos y justifica en parte a los que hablan de déficit democrático.


La creciente plaga de populismo y nacionalismo que se extiende en Europa traduce este rechazo a los valores europeos. El Frente Nacional, Alternativa para Alemania, Interés Flamenco, el Partido de la Libertad, el Movimiento 5 Estrellas… La mayoría de los partidos populistas con más votos tienen en común el rechazo a la inmigración, el proteccionismo y la reafirmación de una identidad nacional. La gente no se identifica con Europa cuando los vientos soplan en la otra dirección. Y una gran parte del problema reside en la cuestión de la identidad. Antaño, se usó el concepto de identidad para unir a las personas bajo una misma bandera, con una lengua común, forjando el sentimiento de pertenecer a un grupo, es decir, a una nación. Hoy, el nacionalismo abraza esta idea de identidad, pero el fin es el de separar, volviendo a las fronteras. La cuestión crucial del debate es la de saber que uso damos a esa identidad: si la asociamos a un muro o a un puente.


Desde el exterior, la Unión Europea se ve como un experimento de lo más curioso, pero lo cierto es que las aventuras de integración regional ya se cuentan con más de una mano. La globalización de la que sufre y disfruta nuestro mundo es un proceso irreversible. Por un lado, el nacionalismo se alimenta de aquellos que padecen este proceso. Lo que pasa es que el concepto de Estado-nación es cada vez más inadecuado para resolver problemas cada vez más globales (calentamiento climático, terrorismo global, pobreza…). Por eso, el camino supranacional que ha tomado Europa se inscribe en la lógica de la evolución de la sociedad.


La teoría de la bicicleta


La teoría de la bicicleta es una imagen esclarecedora de la forma en que pensaban los fundadores de la Unión Europea. Si deja de avanzar, la bicicleta se cae. El proyecto europeo funciona de manera similar, ya que desde sus inicios la integración tenía vocación a ser “cada vez más estrecha”. El objetivo: no poder dar marcha atrás.


Para avanzar, dos opciones se ofrecen a Europa: la Europa social y la Europa de la defensa. En la Europa social los avances tratarían de profundizar algunas propuestas serias como las prestaciones de desempleo europeas o un sistema de transferencias presupuestarias.


La primera proposición consiste en organizar un sistema de paro europeo para la Eurozona pero abierto a los demás miembros. Requeriría un presupuesto más importante y de tipo federal (dedicado a una sola categoría de gasto público) que se alimentaría con cotizaciones como las que se pagan en los países. Esto funcionaria como estabilizador automático en la zona euro: cuando la actividad económica se contrae y se pierdan empleos, el paro europeo aseguraría una garantía a los desempleados y amortiguaría el bajón en el consumo y por lo tanto en la actividad. Para que esto surja mayor efecto, lo ideal sería que esa hucha se llenara con ingresos pro-cíclicos como los del impuesto sobre las sociedades. El único problema es que habría que armonizar los mercados laborales muy heterogéneos entre sí y con un paro estructural que varía bastante.


La segunda proposición se basa en el concepto del “output gap”. El output gap permite saber si una economía esta sobrecalentada o no, es decir, si produce más o menos de lo que potencialmente/idealmente debería. Para reestablecer un equilibrio, el sistema consistiría en comparar los output gaps nacionales a la media europea y organizar transferencias entre los países en situación de sobrecalentamiento (economías dopadas) y los países en situación inversa. El principal problema de esta idea es que el output gap se calcula una vez el ano transcurrido. Las estimaciones del output gap a principios de año no son tan fiables, por lo que sería muy difícil calcular estas transferencias ex-ante.


Otra de las opciones en las que hay terreno que excavar para la Unión Europea es la de una unión militar. Recientemente se ha adoptado un nuevo texto para la gestión de fronteras exteriores, dando más poder a la agencia Frontex. De momento, el Ejército europeo no está ni mucho menos en el orden del día. De hecho, Jean-Claude Juncker, que es favorable, lo calificó hace unas semanas como un sueño. Por otra parte, el carácter imprevisible de Trump podría llevarle a revisar sus relaciones con Europa. En numerosas apariciones en televisión ha declarado que no es justo que EEUU pague por la defensa de sus aliados. Si los anteriores presidentes han usado el poder militar para ganar influencia en todas las regiones del mundo, parece que Trump es reacio. Si cumple con lo dicho, su implicación en la OTAN disminuirá. Si eso ocurre, podría verse impulsado en Europa un proyecto de defensa común. La propuesta va cobrando importancia con el aumento del terrorismo y la crisis migratoria o las tensiones con Rusia, por lo que una nueva crisis diplomática podría acelerar el proceso.


En cuanto a esta cuestión, es importante entender que a Europa le vendría bien un Ejército para ser más independiente (de Estados Unidos) y para hablar de una sola voz en el ámbito internacional. El riesgo, que es considerable, es que sea utilizado para la guerra y no para la paz, lo cual sería contrario a los valores en los que se fundamenta la Unión Europea.

La desintegración que muchos anuncian para Europa es prácticamente imposible. Sencillamente porque un núcleo de países que sí comparten los mismos valores está dispuesto a avanzar. Y si otros países no quieren avanzar, se harán dos Europas, o tres, o cuatro. Para que los países se integren a su ritmo. Los nuevos miembros se unieron en una lógica económica, de mercado. Se ha visto un pequeño choque de culturas y de valores “gracias” a las crisis. Quizá sea prematuro para algunos países del Este el abrir completamente sus fronteras, su cultura o su sociedad. Al menos es lo que demuestran estos países al reclamarse “iliberales”. Al fin y al cabo, los gobiernos elegidos democráticamente se reflejan en alguna medida en sus votantes. Pero la adaptación se hará un día u otro, porque el mundo camina hacia una era de apertura, de diversidad, y por el bien de todos, esperemos que de tolerancia.


Las premonitorias palabras de Victor Hugo servirán como conclusión para éste artículo. “Llegará el día en el que dejaréis caer las armas de vuestras manos. Llegará el día en que una guerra entre París y Londres, entre San Petersburgo y Berlín, entre Viena y Turín, parecerá tan absurda como parece absurda hoy la idea de una guerra entre Rouen y Amiens, entre Boston y Filadelfia. Llegará el día en que Francia, Rusia, Italia, Inglaterra o Alemania, todas las naciones del continente en fin, sin perder ninguna de sus peculiaridades ni su gloriosa individualidad, se fundirán estrechamente en una unidad superior y constituirán la hermandad europea”.

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