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Birmania: entre esperanza y decepción

Tras medio siglo de dictadura y gobierno militar, Birmania está en plena transición democrática. Con una Nobel de la paz de facto dirigiendo el país, los desafíos que se vislumbran son de talla. El gobierno de Aung San Suu Kyi ha heredado un país con diversos conflictos étnicos (como el de los “rohingyas” del que tanto oímos hablar últimamente), una democracia todavía muy defectuosa y la espada de Damocles sostenida por el Ejército nacional (que detiene el 25% de los diputados en todos los parlamentos). La reconciliación nacional, que es la prioridad número uno del inexperimentado gobierno, será una tarea más arduas teniendo en cuenta que en el país existen 137 grupos étnicos. Las minorías que viven al margen, en una periferia muy mal comunicada, no se ven debidamente representadas por un gobierno central de mayoría “bamar”, etnia ampliamente mayoritaria (68% de la población del país). Las esperanzas que despertó la victoria de la Liga Nacional por la Democracia en las elecciones de 2015 se han ido diluyendo por la lentitud de las reformas prometidas. ¿Sabrá Birmania salir adelante en la senda de la democracia y el progreso?

photo by Steve McCurry.

Contexto

En 1885, tras la tercera guerra anglo-birmana Birmania fue integrada al Imperio Británico de las Indias. Esto supuso el fin tanto de la realeza birmana como de su dominación sobre las demás etnias. Medio siglo después, en 1937 Birmania se convertiría en una colonia británica desligada del Imperio de las Indias. La división administrativa del territorio birmano fue el legado que dejó esta colonización. Abogando por la Unión de Birmania, Aung San (padre de la actual líder birmana) logró que se firmaran los Acuerdos de Panglong en 1947. Con ellos se concedía total autonomía a las áreas fronterizas e incluso derecho de secesión (pasados 10 años) a los estados Shan y Kayah. Estas perspectivas se daban de bruces con la visión del Tatmadaw, apelación oficial del Ejército nacional. Estos acuerdos que habrían sentado las bases del país se resquebrajaron con el asesinato de Aung San, trágico evento que trajo de vuelta a los nacionalistas birmanos. La independencia del país llegó el 4 de enero de 1948, pero no respetó la autonomía que se había prometido a varias etnias del territorio. Como resultado los Karen serían los primeros de otros muchos en rebelarse. Los años que siguieron fueron tensos e inestables, plagados de conflictos en la periferia que obstaculizaban en gran medida el desarrollo del país. El esfuerzo bélico del gobierno se tradujo por un fuerte y continuo gasto militar que se desbocó con el golpe de estado del general Ne Win en 1962.

Dictadura

Denominada “vía birmana al socialismo”, el régimen iniciado en 1962 fue una dura y larga dictadura. Tras ilegalizar a todos los partidos políticos y reprimir toda manifestación, Ne Win formó un gobierno casi exclusivamente militar. La autarquía que se instaló en esa Birmania de corte socialista precipitó su aislamiento internacional. Como consecuencia del régimen de partido único, la corrupción se agravó. La fuerte inflación y la escasez provocaron huelgas y manifestaciones que el Ejército se encargaba de apagar. El carácter nacionalista birmano de la dictadura negó amplios derechos a minorías étnicas, entre ellos el derecho a la ciudadanía. En numerosas ocasiones fueron violados los derechos humanos con detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, violaciones y violencia sexual como arma de guerra, trabajos forzados, asesinatos, extorsiones, tortura, reclutamiento de niños soldado, tráfico de personas, restricciones a la libertad de movimiento, confiscación de tierras… Una dictadura en toda regla. En 1988 surgió el “Alzamiento 8888”, una protesta que se extendió por toda la nación reflejando el descontento en forma de movilización ciudadana. Aunque Ne Win abandonó de su cargo ante tal escenario, la Junta Militar se mantuvo en el poder y restableció el orden a costa de miles de vidas.

La frágil Transición

El comienzo de la Transición podría situarse en 1989 cuando el gobierno militar declaró unilateralmente un alto el fuego y convocó elecciones para el año siguiente. No obstante, la aplastante victoria de la Liga Nacional por la Democracia (LND) con el 80% de los votos hizo que los militares se lo pensaran de nuevo. Para mantenerse en el poder se emprendió una campaña de represión, se arrestaron a 80 parlamentarios, se instauró la Ley marcial y los generales autoproclamaron su gobierno provisional. La comunidad internacional actuó en respuesta con presiones y duras sanciones económicas. Desde entonces la estrategia de la Junta Militar se basó en la “promesa de democracia”. Saw Maung, a quien se le identificaba con la brutal represión de 1989, fue sustituido por Than Shwe con el fin de hacerle un “lavado de cara” al régimen. A comienzos del segundo milenio se liberaron a varios líderes políticos que estaban apresados (entre los cuales Aung San Suu Kyi). Se inició una mediación con la ONU y algunos militares del ala más dura se vieron forzados a dimitir o incluso fueron detenidos. Así, cuando el Tatmadaw reprimía o protagonizaba alguna matanza y se alzaban voces internacionales, acto seguido se jugaba la carta de la democracia. Cuando se puso fin a las subvenciones sobre los combustibles en 2007, las manifestaciones fueron masivas y la represión brutal. Ante la mala imagen y la oleada de críticas, la Junta Militar retomó su “Hoja de ruta para la democracia”.

Escrita de la mano de los generales birmanos, la constitución de 2008 reserva toda una serie de poderes y ventajas al Tatmadaw.

  • En primer lugar, tiene asegurado un cuarto de todos los asientos en los parlamentos nacionales y regionales independientemente de resultados electorales (una preciosa minoría de bloqueo).

  • Además, el jefe de las fuerzas armadas es quien nomina a los ministros del interior, de defensa y de asuntos fronterizos.

  • En cuanto a los asuntos de seguridad nacional, el no rinde cuentas ante ningún gobierno civil o parlamento…

  • Por si fuera poco, los militares tuvieron particular cuidado al redactar el artículo 59.F que no deja a Aung San Suu Kyi (la candidata con más opciones de la oposición cuando esto fue redactado) ser Presidente… por estar casada con un extranjero.

En 2010 el partido de los militares ganó ampliamente unas elecciones salpicadas por denuncias de fraude electoral y votaciones forzosas. Thein Sein se hizo con el poder. Llegaron una serie de reformas aperturistas y se liberaron a miles de prisioneros políticos. En 2012 el partido de Aung San Suu Kyi ganó las elecciones parciales (que determinarían 40 de 440 representantes). En ese mismo año se acabó oficialmente con la censura, aunque curiosamente no con el Ministerio de la información... Por fin, el 8 de noviembre de 2015 la LND ganaba las elecciones y formaba un gobierno con Aung San Suu Kyi como consejera de Estado y ministra de asuntos exteriores. El nuevo gobierno tendría ante si numerosos desafíos que todavía son de actualidad: consolidar la democracia y lidiar con la corrupción, darle vida a la economía y por encima de todo reconciliar a un país sin nación, o con decenas de ellas (según por donde se mire).

El mosaico inacabado

La diversidad étnica característica de Birmania hace que la gobernanza sea tremendamente complicada en un Estado centralizado. La opción federal sería la más adecuada para montar aquél puzle territorial que dejaron los británicos tras de sí. Durante los años de colonización (1885 – 1948, aunque una parte del país ya fue colonizada a partir de 1824) la parte central del país era gobernada de forma directa por los invasores, mientras que la periferia (Frontier Areas), se gobernaba de forma indirecta delegando a los jefes de diferentes etnias una cierta autonomía. Con la invasión japonesa en 1942 durante la Segunda Guerra Mundial las divisiones se volvieron más que palpables. Frente al miedo de encontrarse bajo el yugo de la mayoría “bamar” en una hipotética Birmania independiente, muchas etnias de las zonas periféricas prefirieron apoyar a los británicos, que les prometían autonomía. Sin embargo, las esperanzas se desvanecieron con la llegada de un nuevo gobernador británico al terminar la guerra. Tras dos años de rebelión y tumultos nace la Unión de Birmania en enero de 1947. Entonces, se quiere acabar con el régimen colonial con una retórica nacionalista que aboga por la unión de los pueblos en una república única. La opción del centralismo es rechazada por muchos grupos étnicos deseosos de autonomía que recurren a las armas.

Entonces, Aung San, padre de la actual heroína nacional, abogó por el modelo federal. En la Conferencia de Panglong la repartición territorial decidida no satisfacía ni a los conservadores birmanos ni a algunas etnias que se quedaban sin estado propio. El asesinato de Aung San hizo desaparecer toda esperanza de negociación con las minorías insatisfechas. La Birmania de hoy no es tan distinta y requiere un modelo federal que permita gobernar al mosaico de grupos étnicos que, habiendo probado la autonomía, ya no renunciara a ella. Por lo tanto, el único camino que parece ofrecérsele al país es la vía federal que Aung San abrió, tan complicada como necesaria.

A lo largo de los años, este vasto problema de la autonomía sumado a la represión estatal ha acarreado que en los 676 000 km² de territorio birmano se encuentren activos 21 grupos étnicos armados. Tan solo ocho han firmado el Acuerdo nacional de alto el fuego de octubre de 2015. A pesar de la buena voluntad del bisoño gobierno de Aung San Suu Kyi, a los guerrilleros no les convence el mensaje de paz del Tatmadaw que sigue usando acero y obuses en los territorios Shan y Kachin de forma casi cotidiana. Ante este escenario, la reconciliación y la paz nacional, prioridad primordial del actual gobierno, parecen fuera de alcance. La cantidad y diversidad de conflictos étnicos en la periferia de Birmania merecería un libro entero. No obstante, a raíz del recién interés que ha suscitado el caso de los rohingyas en la prensa internacional, merece la pena detallar lo que sucede en el oeste de Birmania. Más concretamente, vayamos al estado Rakhine, antiguo Arakan.

Caos en el Arakan

El 25 de agosto, miembros de una organización armada llamada ARSA (Arakan Rohingya Salvation Army) llevaron a cabo varios ataques contra puestos de policía en el Arakan, al oeste de Birmania. La respuesta del Estado birmano fue rápida y violenta: en menos de un mes los afrontamientos y abusos del Tatmadaw han provocado la huida de 500 000 refugiados: sobre todo musulmanes instalándose en el Bangladés vecino pero también budistas e hindúes escapan al sur de la región. La pésima condición a la que los musulmanes del Arakan están relegados ha provocado el hastío de una parte de ellos que ha decidido coger las armas. Esto ha despertado a la prensa extranjera que enseguida se ha hecho eco del problema que en realidad dura desde hace décadas. Profundicemos.

Los rohingyas viven mayoritariamente en el Arakan (o Rakhine) y se trata de una etnia de confesión musulmana, religión que concierne al 4,3% de la población total pero al tercio de la población del Arakan. También tienen lengua propia que es un dialecto del bengalí. Esto les hace sufrir una doble discriminación de orden religioso y lingüístico. Algunos budistas de la región sienten que los vecinos bengalíes los invaden, y esto ya desde el siglo XVII. En aquella época en que el reino del Arakan era independiente, el rey tomó a muchos esclavos de Bengala para hacerlos trabajar en los arrozales. Lo mismo hicieron los ingleses durante la colonización haciendo que estas poblaciones se instalaran en el estado Rakhine.

La violencia que se está perpetrando hacia este grupo étnico viene de lejos, pero se agravó particularmente a partir del golpe militar de Ne Win en 1962. Entre tanto, la independencia de Bangladés en 1971 y las violencias que se desencadenaron hicieron que muchos bengalíes se refugiaran en Arakan. Más tarde, en 1978 tuvo lugar la operación “Rey Dragón” cuyo objetivo era evitar la infiltración ilegal de extranjeros en las fronteras. Las numerosas detenciones y expulsiones provocaron un éxodo masivo al vecino Bangladés (entre 150 000 y 250 000 refugiados). La intervención de la ONU se saldó con un acuerdo bilateral entre los dos países asiáticos y la repatriación de los rohingyas, cuyo forzado retorno a Birmania acarreó una oleada de enfrentamientos y cientos de muertos más.

Desde la Ley de ciudadanía de 1982, no son considerados como ciudadanos birmanos (ya que se obliga a tener padres birmanos y no se considera el lugar de nacimiento). En el censo de 2014 se reconoció por primera vez a los rohingya como etnia birmana. No obstante, la presión nacionalista hizo recular al presidente Thein Sein que canceló las white card (que les daban el estatuto de ciudadanos de forma temporal). Como consecuencia de su condición de apátridas no tienen ciertos derechos, por ejemplo no pueden votar.

En 2012 una ola de violencia explotó en el norte del Estado Rakhine. El motivo fue la violación de una budista y la muerte de un monje por parte de supuestos rohingyas. El movimiento 969 (que se puede considerar como grupo terrorista) alentó a los budistas del Arakan a atacar indiscriminadamente vecindarios y aldeas musulmanas. Estos actos respaldados por las fuerzas de seguridad del Estado buscaban aterrorizar a la población rohingya y obligarla a huir. Pero incluso los barcos en los que huyan fueron atacados. Toda una campaña de limpieza étnica según varias ONGs.

El movimiento anti-rohingya se generalizó a lo largo y ancho del país. Desde entonces, el gobierno impone restricciones que limitan el ejercicio de su religión y limitan la movilidad a un perímetro cerrado, impidiéndoles acceder a bosques y ríos que antes les permitían aprovisionarse. Desde entonces las condiciones de vida han empeorado notablemente y se ha traducido por el aumento de las enfermedades y la desnutrición. Los rohingyas tienen prohibidas algunas profesiones como la medicina, la ingeniería o la economía. Tampoco tienen acceso al hospital y la talla de sus familias está reglamentada para conservar la pureza de la raza birmana. En algunas ciudades fueron expulsados y viven en campos insalubres en la periferia desde 2012.

Ante tales condiciones, decenas de miles de rohingyas huyeron hacia Malasia, Indonesia o Tailandia con el fin de eludir la extrema precariedad, encontrar un trabajo y mandar dinero a sus familias. Inicialmente, la marina tailandesa y malasia los expulsaron de sus aguas territoriales, aunque ante la presión internacional, Malasia e Indonesia decidieron recibir barcos a la deriva y prestarles ayuda humanitaria. Muchos habrán fallecido en el mar, otros habrán sido víctimas del tráfico de seres humanos como atestiguan las fosas comunes de migrantes descubiertas en Tailandia en mayo de 2015.

La marginalización de esta minoría por parte del Estado está plantando la semilla de la radicalización. Varios grupos yihadistas han hecho llamamientos para que los musulmanes del Sureste Asiático acudan a ayudar a los rohingyas. En 2014 Al-Qaeda anunciaba la creación de una rama yihadista en India, Bangladés y Birmania. En junio de 2015, un grupo talibán pakistaní ponía a disposición sus recursos y animaba a los jóvenes musulmanes birmanos a alzarse en armas contra los dirigentes de su país. También Al-Shabaab y grupúsculos afiliados al ISIS han hecho declaraciones similares. El gobierno birmano se ha esforzado por demostrar la amenaza de la insurgencia armada de los rohingyas pero ha resultado no estar suficientemente verificada. El gobierno trataba de utilizar el mito yihadista para sus propios intereses, tarea a la que contribuye el famoso monje extremista U Wirathu al cristalizar el odio hacia el musulmán con sus declaraciones sobre la amenaza que constituye el Islam. Sorprendentemente, a pesar de la precaria situación anteriormente descrita, la gran mayoría de los rohingyas se opone firmemente a la violencia y prefiere recurrir al apoyo de los gobiernos occidentales para defender sus derechos. Sin embargo el riesgo es real: las injusticias que suponen la represión, la desigualdad y la negación de su ciudadanía, bien podrían conducir a la radicalización de los rohingyas si los que promueven la yihad global explotan bien esa situación.

Amnistía Internacional ha lanzado una campaña para ayudar a detener esta injusticia (campaña en cuestión). Sin tratar de minimizar la importancia de este asunto, la ONU y los medios de comunicación se olvidan de las otras minorías que igualmente sufren una marginalización importante. Esto llevó a Aung San Suu Kyi a pedir a la prensa internacional que no “exagerara” el problema rohingya, declaraciones que le costaron un torrente de críticas. Veamos hasta qué punto están fundadas.

En defensa de Aung San Suu Kyi

Prisionera política durante casi 15 años, la comunidad internacional la llenaba de halagos por su lucha por los derechos humanos y su determinación por obtener el cambio político en su país de forma pacífica. Su biografía es toda una inspiración para millones de personas y sus actos se han visto recompensados por numerosos premios entre los cuales destaca el Nobel de la Paz en 1991 o doctorados honoríficos como el que le otorgó la universidad de Oxford en 2012. La admiración por su figura enseguida se reflejó en la cultura y aparecieron poemas alabándola, multitud de objetos que la retrataban como tazas o camisetas, decenas de biografías, se dieron conciertos por su causa, e incluso películas entre las cuales destaca “The Lady” de Luc Besson. Este culto de la personalidad hizo que incluso los más expertos observadores del país birmano se autocensuraran al hablar de la “Dama de Rangún” en público.

Aung San Suu Kyi accedió al poder gracias a unas esperanzas desmesuradas que se posaron en su persona tanto del interior del país como del exterior. Estos dos años de ejercicio del poder (parcial) que le concedieron las urnas han demostrado una vez más que los milagros no existen. En un abrir y cerrar de ojos se ha pasado de la idolatría de esta mujer a la decepción, sino incluso al desprecio por parte de algunos occidentales. En realidad, las críticas más amargas provienen de una enfadada e ignorante opinión pública internacional, más concretamente occidental (China apoya a Aung San Suu Kyi ya que le interesa que haya estabilidad en el Arakan debido a sus colosales inversiones en el golfo de Bengala). Numerosas viñetas y caricaturas reprochando a la Nobel de la paz permitir un genocidio han circulado por Internet. El problema de las críticas venidas del exterior es que debilitan la posición de Aung San Suu Kyi, reforzando proporcionalmente la del Tatmadaw (que es quien comete las atrocidades) e in fine haciendo que se tambaleen los esfuerzos por traer la democracia al país. En cuanto a la opinión pública birmana, se desinteresa totalmente por la miserable condición en que vive el puñado de musulmanes del Arakan entre pobreza, estigmatización y rechazo. A pesar de ello, Aung San Suu Kyi hizo cosas.

Frente a todas esas críticas, la orgullosa dama de Rangún anuló el 13 de septiembre un desplazamiento a la asamblea general de Naciones Unidas que se celebra anualmente donde tenía que evocar el tema de la minoría musulmana del Arakan. Sin embargo, el 19 de septiembre se dirigió a la nación birmana para aclarar su postura en lo que fue un claro mensaje para la comunidad internacional, ya que se expresó en inglés.

En realidad, Aung San Suu Kyi es algo impotente frente a esta situación. Contrariamente a lo que muchos creen, ella no tiene todos los poderes: es consejera de Estado y ministra de asuntos exteriores. El ministerio de Defensa así como la gestión de asuntos interiores y fronterizos están a manos del Ejército, que redactó la constitución de 2008 con tan especial cuidado. Así, las competencias de la Nobel de la paz no le dejan hacer mucho al respecto, si no es abogar por la reconciliación nacional. La medida más decisiva sería la de incluir a los musulmanes del Arakan en las discusiones generales del Estado que se llevan a cabo actualmente con las etnias de la periferia para firmar un alto el fuego que permita iniciar la construcción de una verdadera unión nacional. Claro que esto sería algo inédito y parte de la población budista podría darle la espalda. Pero el riesgo más importante es el que supone el frágil equilibrio que se mantiene con el Ejército, su espada de Damocles. Si la transición democrática fue impulsada por éste mismo, el Tatmadaw podría retomar el poder en un chasquido y acabar con todos los esfuerzos por el cambio.

Si los resultados del cambio de gobierno no se han visto hasta ahora, la comunidad internacional ha ignorado completamente las pequeñas iniciativas que Aung San Suu Kyi ha tenido con respecto al conflicto. En 2016 puso en marcha una comisión internacional sobre el estado del Arakan (provocando una reacción contraria con vivas críticas en el interior del país que veía en dicha medida una injerencia extranjera) dirigida por Kofi Annan, exsecretario general de la ONU y Nobel de la paz en 2001. El informe final señalaba que si bien los rohingyas viven en pésimas condiciones, todas las poblaciones del Arakan soportan situaciones difíciles debido a la probreza de la región. El día anterior a los atentados de agosto, la consejera de Estado declaró que el gobierno trataría de seguir las recomendaciones emitidas por dicha comisión. Además en abril de 2016, sugirió a los birmanos que no llamaran a los musulmanes del Arakan “bengalíes” como llevaban tiempo haciéndolo, ya que esto refuerza la alienación que sufre dicha comunidad.

Desgraciadamente, los tímidos gestos que hace la consejera de Estado por arreglar el conflicto pasan desapercibidos por la comunidad internacional. Evidentemente hay que sacar a la luz y denunciar todos los crímenes y atrocidades, pero sin equivocarse de objetivo. Además, los problemas de esta naturaleza tan profundamente arraigados no se solucionan de la noche a la mañana y menos todavía en una frágil democracia naciente. Por muy duro que resulte para los que sufren, estos problemas que llevan tiempo arrastrándose se suelen solucionar de forma lenta y progresiva.

En resumen, Birmania se encuentra dividida entre la esperanza de llegar a ser una democracia tras decenios de dictadura y la decepción de algunas etnias que no viajan en el tren de los derechos civiles. Una esperanza excesiva que encarnaba la figura de Aung San Suu Kyi y que está siendo aplacada por el Tatmadaw y la complejidad de la gobernanza de este mosaico étnico. Una decepción que la prensa occidental se encarga de propagar atribuyendo la culpa de una crisis humanitaria a la Nobel de la paz y haciendo así un enorme favor a los militares, verdaderos responsables.

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