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China: los vientos separatistas

Desde la llegada de Xi Jinping al poder en 2012 China está dando mucho de qué hablar con su manifiesta voluntad de imponerse en la escena internacional. La guerra comercial con Estados Unidos, los rifirrafes en el Mar de China o la lucha contra el cambio climático son temas en los que el gigante asiático aparece regularmente. También son prueba de ello el mega-proyecto de las nuevas rutas de la seda o la creación de nuevas instituciones a vocación internacional como el New Development Bank o el Asian Infrastructure Investment Bank. Y es que mientras Estados Unidos se retira para centrarse en su America first, el gigante asiático va encontrando resquicios cada vez mayores donde presentarse. Es una oportunidad para China de mostrar que su modelo funciona y es precisamente lo que pretende hacer mediante su soft power. El “contrato social” que consiste en crecimiento económico a cambio de renunciar a la democracia ha funcionado bien hasta ahora con la ventaja de planear una economía a largo plazo, sin cambios de gobierno cada 4 o 5 años. Sin embargo, el modelo empieza a echar aguas. Los problemas se están acumulando: desde la contaminación hasta la guerra comercial pasando por la escasez de agua en las regiones norteñas o la censura cada vez más difícil de implementar.

Por si fuera poco, la política imperialista que está llevando a cabo el gigante asiático en la región a menudo en violación con el derecho internacional le está costando enemistades. De hecho, ese imperialismo aplicado en su propio seno choca inevitablemente con los intereses de las minorías que reivindican sus derechos. En algunos casos y por diversos factores estos grupos étnicos minoritarios desarrollan un sentimiento nacional que les puede llevar hasta a pedir la independencia. La amenaza a la unidad territorial es una de las mayores preocupaciones del gobierno chino. Conozcamos mejor a estas minorías.

Procedencia y derechos de las minorías nacionales

Las minorías nacionales representan aproximadamente el 10% de la población del país y un 50% de su territorio. Se hallan en las zonas fronterizas recientemente integradas al “Imperio del centro”: desde Manchuria hasta el Tíbet, pasando por Mongolia Interior o el Xinjang. Durante largos años su integración en el mundo chino fue más formal que efectiva. En 1911 la primera revolución china promulgaba la “unidad de las cinco razas”, a saber los han (etnia mayoritaria), manchús, tibetanos, mongoles y musulmanes. Durante el siglo XX no obstante, el país sucumbió en una guerra civil que acabó dividiendo el territorio y dejándolo en manos de señores de la guerra poco piadosos.

Actualmente la referencia a la dinastía Qing (1644-1911), durante la cual el país gozó de la mayor extensión territorial de su Historia, es lo que justifica la legitimidad que se otorga Pekín para ejercer el control en sus territorios o reivindicarlos más allá de sus lares tradicionales.

Si bien es cierto que los manchús se han “fundido” entre los han, las otras tres grandes minorías han conservado sus peculiaridades y un territorio (consolidado por la creación de “regiones autónomas” bajo el yugo comunista). El Xinjang (que significa “nuevo territorio” en chino) representa el área más extensa y está poblado sobre todo por uigures, minoría de habla túrquica cuyas cultura y religión son las de Asia Central. La región autónoma de Mongolia Interior, heredera de un vasto imperio que entre los siglos XIII y XIV dominó el mundo chino, está constituida por la franja inferior del espacio mongol que decidió no unirse a la Mongolia Exterior. Esta última, independiente desde la caída del imperio manchú en 1911, es lo que conocemos como Mongolia. A lo largo de la Historia el Tíbet ha mantenido relaciones tanto hostiles como amigables con las dinastías que han ido sucediéndose en China. Algunas de ellas incluso se refugiaron en el budismo lamaísta. El espacio que ocupa hoy la región autónoma del Tíbet es más pequeño que el que llegó a controlar en el siglo IX. Guangxi y Ningxia forman las dos regiones autónomas restantes mientras que Macao y Hong Kong son zonas administrativas especiales.

Según la Constitución, China es “un estado multiétnico unido”. Su población se divide oficialmente en 56 grupos étnicos distintos aunque el 91% pertenezca a la etnia han. En teoría debería regir el principio de igualdad entre etnias. En ese sentido todas las minorías tienen derecho a preservar sus costumbres y practicar su lengua, aunque voluntariamente marginalizada ya que en los colegios la enseñanza se hace sobre todo en mandarín. La libertad de culto está protegida por el Estado y existe una cierta tolerancia en cuanto a adaptar algunas leyes que emanan del poder central. Por ejemplo, es el caso del control de nacimientos o de la edad mínima legal para contraer matrimonio que difieren en las regiones de las minorías con respecto al resto del país. Desde 2008, las minorías no tienen derecho a crear asociaciones para la protección del medioambiente o de vocación educacional. Por otro lado, la política de desarrollo del Oeste ha tenido resultados contraproducentes. La construcción de grandes infraestructuras ha permitido la llegada masiva de chinos han en busca de exotismo u oportunidades de negocios. Los desplazamientos de población, el asentamiento forzado o la destrucción de ciudades antiguas en nombre de la modernización han sido focos de tensión entre las minorías y el gobierno. Veamos cuales son.

El Xinjang y la cuestión del islamismo radical

Región autónoma desde 1955, en Xinjang es probablemente donde la cuestión de las minorías es más compleja. Antaño, los uigures de habla túrquica y religión musulmana sunní compartían estas tierras con otros grupos étnicos minoritarios. En las últimas décadas la política migratoria de Pekín ha favorecido la instalación definitiva de pobladores han en la región. Actualmente grosso modo un 60% de su población es uigur, mientras que el 40% restante pertenece a la etnia han. El ambiente se viene tensando desde el final de los años 2000 con varias revueltas en Urumqi, capital de la región, y atentados en Kunming o en el mismo corazón de Pekín. Pero no cometamos el error de reducir esta compleja cuestión al radicalismo islámico.

Durante los años 1930’ y 1940’ existieron allí dos repúblicas del Turquestán Oriental apoyadas por la Unión Soviética. La autoridad central china no llegará a imponerse hasta 1949, año en que Mao Tse Tung proclama la República Popular de China tras su victoria contra los nacionalistas. De ahí hasta el final de los años 70’, la represión de la identidad y de culto llevada a cabo durante la Revolución Cultural obliga a los uigures a refugiarse en las repúblicas soviéticas de Asia Central. Esto provocó la emergencia de movimientos de protesta pacífica en la región que Pekín ignoró por completo. Esta actitud favoreció el surgimiento de grupos secesionistas que apelaban ya a la lucha armada. Durante los 80’ y 90’ los movimientos de autonomía marcados por el panturquismo ponderaban de forma más importante la dimensión cultural que la religiosa. Desde los años 2000, la radicalización de estos movimientos es debida a un endurecimiento de la política represiva así como los contactos con el exterior (sobre todo con Pakistán). Desde 2010 los efectivos de las fuerzas de seguridad han ido en aumento y el culto religioso se ha regulado mucho. Desde el 1 de abril de 2017 han quedado prohibidos el uso de símbolos religiosos como la barba o el velo así como los rezos en mezquitas o lugares no autorizados. Funcionarios y estudiantes no están autorizados a practicar el Ramadán y se han creado fuerzas especiales para hacer efectivas estas medidas. Los responsables locales del Partido comunista son juzgados por la capacidad de hacer cumplir estas normas.

Existen varias organizaciones que reclaman igualdad y luchan por los derechos de los uigures. Muchas, como el Congreso Mundial Uigur basado en Alemania, abogan por el pacifismo. Otras han decidido tomar las armas frente a las exacciones del coloso chino. Tras el 11-S el gobierno chino logró que la ONU y Estados Unidos incluyeran en su lista negra de organizaciones terroristas a la East Turkestan Islamic Movement (ETIM). Los combatientes uigures de Al-Qaeda o de Estado Islámico apelan a la jihad contra el poder central chino. Por efecto bola de nieve, el presidente Xi Jinping intensificó nuevamente en 2014 su represión en el Xinjang en nombre de la lucha contra el terrorismo. Lucha que está presente incluso en la dimensión económica dado que las inversiones en los países fronterizos sirven para estrechar lazos y “comprar el voto” mitigando así la ayuda que pudieran prestar a la comunidad uigur expatriada. Dado el contexto, la llamada a la guerra popular contra los jihadistas musulmanes también es una forma de unir a la población china y justificar ante la comunidad internacional la política de Pekín en contra de las minorías nacionales.

El Tíbet y la independencia

Lo cierto es que antes de que el Partido comunista chino “liberara” el territorio, éste contaba aproximadamente con un 90% de siervos analfabetos y sin tierras con una esperanza de vida rondando los 30 años. El interés que esconde el “techo del mundo” es de orden estratégico: se trata de una zona amortiguadora para las fricciones territoriales indo-chinas. No obstante, probablemente la razón principal es el agua: precisamente en el Tíbet nacen los ríos transfronterizos más importantes del continente que menos agua dulce por persona alberga. Esto implica que Pekín pueda controlar el suministro de agua de sus países vecinos reduciendo a la vez su problema de abastecimiento hídrico.

Según Pekín, el territorio forma parte de su imperio desde el siglo VII tras el casamiento de una princesa china con el rey del Tíbet. Durante el siglo VIII la región tiene más contacto con la India que con China y el budismo se extiende convirtiendo el reino en una teocracia. Si bien las relaciones entre las dinastías chinas y la teocracia tibetana siempre han sido complicadas, Pekín no impone su autoridad hasta 1950. La anexión e invasión militar se justificó con la liberación del pueblo tibetano de su servidumbre hacia el clero. Es cierto que el régimen comunista mejora la calidad de vida de los locales, pero no les otorga ningún derecho político.

Sometido a presiones constantes por parte del gobierno chino que lo acusa de separatismo, el 14to Dalai Lama se exilia en 1959 para instalar una administración central tibetana en Dharamsala, India. El Tíbet se convertirá oficialmente en región autónoma en 1965. La ocupación militar, la colectivización y el endurecimiento de la represión con la Revolución Cultural que prohibió toda actividad religiosa y causó la destrucción de cantidad de monasterios son algunas de las razones que provocan revueltas e inmolaciones. Los años 1980 son un periodo de relativa liberalización con la llegada de Deng Xiaoping en 1978 que va a modernizar la región, dotarla de infraestructuras y permitir un cierto grado de apertura cultural. Cosa que no durará ya que, aunque Xiaoping declaraba estar dispuesto a negociarlo todo salvo la independencia, el poder central vuelve a la carga: control de las prácticas culturales y religiosas, presencia de las fuerzas de seguridad y política migratoria (incentivos fiscales y laborales) cuyo objetivo es la “hanizacion” de la región. Este proceso de asimilación neocolonial se lleva a cabo en nombre de la amplia estrategia de desarrollo “Al Oeste” que busca maximizar los recursos hídricos y minerales de la región.

El problema fundamental radica en la visión del poder central chino de la unidad nacional. En realidad, en los tardíos 80’ el Dalai Lama abogará por la “vía mediana”: una autonomía efectiva del Tíbet en el marco de la RPC. Esta propuesta implicaría que Pekín se encargara de la defensa y asuntos exteriores dejando los asuntos interiores, la educación, la economía y las cuestiones culturales y religiosas a Lhasa (“capital” del Tíbet). Esta reivindicación de derechos democráticos (más que de corte independentista) choca ideológicamente con el gobierno chino y el hecho que el Dalai Lama recibiera el Nobel de la paz en 1989 no hace más que reforzar el desafío ideológico. De ahí viene la oposición absoluta a la persona que encarna el Dalai Lama por parte de Pekín, en cuyos esquemas no cabe otro líder legítimo que no sea del Partido comunista. De hecho, por esta misma razón el gobierno chino “cuida” de Gendun Chökyi Nyima, designado Panchen Lama por el líder supremo del Tíbet siguiendo la tradición de encontrar a los líderes religiosos tibetanos tras su reencarnación.

Mongolia Interior: ¿una nación mongola unida?

La amenaza que representan las aspiraciones de esta región es de un grado inferior a las dos anteriormente aludidas. Sin embargo, la existencia de un Estado mongol independiente es problemática para Pekín. La separación del área mongol en dos entidades distintas remonta a 1911 cuando aprovechando la caída de la dinastía Qing, la parte norteña del territorio declara su independencia. Diez años más tarde, en 1921 dicho territorio pasa a formar parte de la Unión Soviética. Por otra parte, los comunistas chinos que ocupaban Mongolia Interior al final de la Segunda Guerra Mundial establecieron allí una región autónoma en 1947.

El rumbo de la Mongolia independiente cambia con la caída de la URSS. En 1992 se adopta una Constitución democrática aunque la economía sufre del derrumbe soviético. Del lado de Mongolia Interior, tanto el dinamismo económico como las reformas bastaron para acallar las pretensiones de reunificación de la nación mongola. No obstante, existen tensiones esporádicas fruto de la presión económica, cultural y demográfica china.

Dotada de un subsuelo increíblemente rico en recursos cruciales para el desarrollo del gigante asiático (véase geopolítica de los metales raros), Mongolia Interior atrae una inmigración han que representa hoy más del 80% de la población regional. Esto aviva las tensiones al fomentar el temor de la desaparición de modos de vida tradicionales o de la pérdida del control de las tierras de los lugareños. Además, la extracción de los recursos del subsuelo por numerosas minas acarrea una contaminación cuyas consecuencias muchos no están dispuestos a pagar.

A pesar de las tensiones, es poco verosímil que la nación mongola se reunifique teniendo en cuenta la población han que ahí reside y los minerales de importancia estratégica que ostenta el territorio.

Hong Kong: ¿un modelo fallido?

Hong Kong fue adquirida por el Imperio Británico en el tratado de Nanking que puso fin a la primera guerra del opio (1839 - 1842). En 1898 un nuevo acuerdo concedía a Londres el control sobre Hong Kong y territorios colindantes durante 99 años. El desarrollo de la región fue paulatino y muchos chinos vinieron como mano de obra barata escapando de largos años de guerras. La apertura comercial iniciada por Deng Xiaoping a finales de los 70’ contribuyó considerablemente en el crecimiento de la zona que actuó como el nexo entre la economía occidental y china. La ciudad-Estado ya gozaba de opulencia cuando fue retrocedida a Pekín en 1997. Sin embargo, para responder a las preocupaciones de la elite hongkonesa, Londres y Pekín negociaron la Ley Básica de Hong Kong en 1984. Así se preservaba la autonomía y sus particularidades políticas, económicas y sociales durante al menos 50 años (sobre todo el derecho a la propiedad privada). Se presentó como el modelo de “un país, dos sistemas” enunciado por Deng Xiaoping años atrás. Esta regla también se aplica a la otra zona administrativa especial de Macao y estaría abocada a aplicarse en el proceso de reunificación con Taiwán.

Veinte años después, la hostilidad hacia Pekín va en aumento tal y como demostró la llamada revolución de los paraguas en 2014. El motivo principal del descontento es la creciente injerencia que se viene obrando desde Pekín, vulnerando así la promesa de autonomía acordada en 1997. La decisión por parte del gobierno chino de preseleccionar a los candidatos que se presentarían a las elecciones del jefe ejecutivo de la ciudad-Estado provocó el rechazo de los hongkoneses.

El conflicto se remonta a la Ley Básica de Hong Kong antes mencionada. Esta determinó la creación del Consejo Legislativo que lo formarían 35 miembros elegidos por sufragio universal y otros 35 elegidos por un selecto grupo afín a Pekín. Además, el jefe ejecutivo lo elegiría un comité de 1200 individuos con intereses en el Partido comunista chino. Este sistema de elección tenía que ser reformado y basarse en el sufragio universal en 2017, tal y como se acordó en 1984. Sin embargo, la reforma de esta ley electoral que se emprendió en 2014 no cumplió con las expectativas y aspiraciones democráticas del pueblo hongkonés que respondió ocupando el centro neurálgico de la ciudad durante semanas. Ante el gas lacrimógeno y el gas pimienta, la elegante respuesta de los manifestantes fue la de abrir sus paraguas. Pero la revolución de los paraguas no evitó que el gobierno chino prohibiera a varios candidatos presentarse a las elecciones del legislative council (Legco) por sus posturas independentistas o excluyera a dos parlamentarios por el mismo motivo.

Por otro lado, en 2016 tan solo el 31% de los habitantes de Hong Kong declaraban sentirse orgullosos de ser chinos. Este dato se vio reflejado en las elecciones de septiembre de ese mismo año, cuando una nueva fuerza política compuesta por jóvenes activistas con antojos democráticos (e incluso independentistas para algunos) obtuvo el 20% de los sufragios. Y eso que Pekín está intentando profundizar los lazos y la dependencia entre ambas partes. Pero la moneda de esta estrategia tiene dos caras.

De hecho, el aumento de la injerencia del Partido es notable. En 2017 Pekín hizo presión para arrestar a tres de los principales líderes del movimiento de los paraguas. Otra intromisión preocupante fue el rapto por parte de las autoridades chinas de varios libreros por la venta de obras de denuncia de escándalos que implicaban a dirigentes del Partido comunista chino. También desde Pekín se intenta reforzar el control sobre la libertad de prensa o incluso en los programas de enseñanza. Por otra parte, la llegada masiva de otros chinos del continente a Hong Kong provoca un aumento en los precios de las viviendas y añaden presión en el mercado laboral.

Taiwán: el hermano siamés

Por supuesto, queda por aclarar el caso de Taiwán, isla que Pekín considera parte de su territorio a pesar de no ejercer la soberanía sobre ella.

Cuando Mao triunfa sobre Chiang Kai-shek en 1949, las fuerzas nacionalistas derrotadas huyen a la isla de Taiwán, que había estado ocupada por Japón hasta 1945. Por aquel entonces, ambos bandos planean una reunificación del país mediante la fuerza. Ya sea la dictadura militar en la isla o la dictadura comunista en el continente, ambas facciones se ven cada una como única representante del mundo chino. Por lo tanto, un tercer país solo podía mantener relaciones con uno de los dos bandos. La supervivencia de Taiwán será un reto esencial durante la Guerra Fría y para la política americana del containment. Por ello Kai-shek conserva el estatus de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y su alianza con Estados Unidos impide a China continental invadir la isla. Mientras Taiwán se convertía en uno de los cuatro Tigres Asiáticos, la economía en el continente se desmoronaba con la ayuda de programas como el “Gran Salto Adelante” o la “Revolución Cultural” que causaron grandes estragos.

Las cosas cambiaron cuando Nixon decidió estrechar lazos con Pekín para aliarse contra la Unión Soviética, considerada como principal amenaza. Así, la República Popular de China sustituía a Taiwán en el Consejo de Seguridad de la ONU, aunque Estados Unidos mantenía su política de defensa de la isla, aún vigente en la actualidad. De hecho, uno de los contingentes actuales en el Mar de China que enfrenta a Xi Jinping y Donald Trump es el aumento de la presencia militar china con un supuesto objetivo de impedir el apoyo estadounidense en caso de conflicto en Taiwán.

Desde entonces, el desarrollo económico taiwanés conduciría a una democratización del país que vive en un estatus quo particular. Evidentemente, ya no pretende representar a China entera, pero tampoco quiere declarar su independencia por miedo a crear un casus belli con Pekín. La estrategia consiste en esperar que el tiempo juegue a favor de la isla poco a poco se establezca una independencia de facto.

A partir de los años 1980 llega un desarrollo económico fulgurante al continente. Esto sumado a su peso estratégico hace que la mayoría de países establezcan relaciones diplomáticas con la RPC y rompan lazos con Taiwán. Pekín sigue considerando a la isla como una provincia renegada que volverá a formar parte del país tarde o temprano. Su objetivo es obtener la reunificación mediante negociaciones, aunque nunca se ha excluido oficialmente la posibilidad de usar medios militares. A imagen y semejanza de lo que pasa con Hong-Kong, Pekín quiere aplicar la idea de “un país, dos modelos” para Taiwán, cosa que rechazan en la isla al juzgar la autonomía insuficiente y querer preservar una plena democracia.

El número de países que reconoce oficialmente a Taiwán se ha reducido progresivamente y hoy solo 20 miembros de la ONU lo hacen. En noviembre de 2015 por primera vez desde 1949 los presidentes chino y taiwanés se citaron en Singapur. En 2016, Tsai Ing-wen, candidata del partido democrático progresista, ganó las elecciones con un programa que busca limitar la dependencia hacia China. Esto preocupa a Pekín, que jamás admitiría la independencia de Taiwán. La cuestión de la reunificación es de vital importancia ya que se inscribe en el mito nacionalista y de grandeza recuperada que usa como propaganda.

El tiempo nos dirá si el Partido comunista logra calmar los vientos separatistas que arrecian en los confines del país y así fijar sus fronteras definitivamente. En todo caso, parece que Pekín va a seguir con su política imperialista e incluso neocolonial para con las minorías nacionales. La cuestión es, ¿por cuánto tiempo? En efecto, la disidencia china existe y la encarnan nombres como Wei Jinsheng, Wu Er’Kaixi o Liu Xiaobo. A pesar de las dificultades que tiene para organizarse debido a la represión política, probablemente algún día una mayor parte de la población china exigirá que el régimen se democratice. Y entonces, la cuestión de las minorías tendrá que tratarse desde otro ángulo más conciliador. A no ser que se haya ultimado la asimilación por completo.

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